lunes, 15 de noviembre de 2010

La niña en el bosque


La niña abrió los ojos. El soplar de un viento invernal le golpeaba el costado haciéndole sentir un frío seco que congelaba todo su cuerpo. Se levantó del tronco en el que estaba sentada y observó que se encontraba en la cima de una extensa ladera. Tan larga era ésta que la niña era incapaz de verla completamente desde el sitio donde se encontraba. Los árboles del frondoso bosque que poblaba la zona no alcanzaban una gran altura, sin embargo, la niña veía las copas a una altura bastante considerable. Sin preocuparse por nada comenzó a caminar ladera abajo como si sus pies fuesen atraídos constantemente hacia el final de ésta. La senda que marcaba el camino había sido limpiada y trazada, seguramente, por algún leñador para acceder a las zonas más espesas y la niña podía aprovecharse de ello para caminar más cómodamente.
Conforme avanzaba, el frío disminuía lentamente y la humedad se hacia cada vez más densa. Comenzó entonces lo que parecía ser una leve tormenta y la niña tuvo que usar unas hojas como parapeto de la lluvia. Pero pasaba el tiempo y la lluvia era cada vez más intensa. Tanto fue así que las hojas quedaron destrozadas y la niña tuvo que hacer un gesto de esfuerzo y arrancar la corteza seca de un árbol como único escudo capaz de protegerla del agua. La tormenta se volvía más y más fuerte y el suelo era muy resbaladizo entre tantas hojas y piedras. Al pisar una rama la niña cayó y se deslizó unos metros por el suelo rompiendo la corteza de árbol que usaba de protección. Tumbada, levantó la cabeza y observó el destrozo en su escudo así como las magulladuras de sus piernas y brazos. En ese momento comenzó a llorar desconsoladamente. Lloraba de rabia e impotencia por tener que luchar tanto para caminar y ahora además en esas condiciones. Y cuando menos fuerzas tenía para continuar observó una flor en mitad de la frondosidad del bosque. Era naranja, llamativa, y lucía todo su esplendor entre las malas hierbas. Hacía horas que llovía, la niña estaba empapada. Sin embargo, aquel fue el momento más esperanzador en todo el camino desde que el cielo se había nublado. Estuvo un rato mirándola, quieta, posada frente a esas zarzas que dejaban ver tanta belleza escondida entre ellas. De forma enérgica se levantó, y sin perder de vista la flor le arrancó dos pétalos y se los guardó en el bolsillo. Y tras dejar escapar una dulce sonrisa en su rostro siguió caminando.
Poco a poco la lluvia fue aminorando, las nubes comenzaron a dejar pasar la luz del sol iluminando cada una de las gotas que colgaban, ya paradas y tranquilas, de las hojas y las ramas de los árboles. El sol secaba la humedad y la joven dejó de sentir el frío que venía sintiendo en el fondo de su cuerpo desde hacía tiempo. Ahora caminaba con seguridad, estaba convencida de que no volvería a tropezar, aunque la senda era más estrecha y estaba menos cuidada que en los tramos anteriores. A su paso se cruzó con un riachuelo, producto de las lluvias que habían caído, y decidió descansar para beber y lavarse la cara. Se agachó en la orilla y cogió agua con las manos, cuando vio su reflejo en el río se quedó ensimismada. Sus cabellos dorados e infantiles habían dejado paso a una melena rubia que lucía con gran esplendor. Sorprendida, la joven estuvo un tiempo observando la imagen reflejada en las aguas. No podía creerse muchas de las cosas que veía en ellas y, cuando lo conseguía, le parecían acertijos irresueltos, maravillas que la naturaleza colocaba explícitamente para ella. Tardó mucho tiempo en salir del estado de desconcierto que esto le producía. Tanto, que cuando quiso reincorporarse y seguir con el camino el calor había invadido todo el ambiente.
Comenzó a andar entre las plantas florecidas, los pinos verdes y los pájaros silvestres que alegraban la caminata con su alegre tono propio de los meses veraniegos. La senda estaba aun más destrozada que antes, pero la joven caminaba a paso firme impidiendo que sus pies se encallasen entre las rocas. Se paraba a admirar cada flor que encontraba entre los matorrales y recogía dos pétalos de cada una de ellas para después guardarlos en su bolsillo. Recordaba las formas de las ramas, las piedras y las hojas mientras caminaba, simplemente lo hacía como si fuese un instinto salido de su interior más profundo. De repente comenzó a observar unas extrañas huellas que se marcaban en la tierra. Aunque las había visto durante casi todo el camino, nunca se había parado a mirarlas. Eran huellas similares a las suyas, lo que significaba la presencia de más personas en aquel bosque. Comenzó a seguir el rastro de las pisadas desviándose incluso de su propio camino. El rastro se introducía en unos matorrales. La joven se acercó y los apartó para ver el rostro que tanto tiempo había permanecido a la sombra. Al verle dejó escapar un soplo de asombro entre sus labios que hizo que el joven, sentado en una roca, quedara también sorprendió por completo. Ambos se miraron durante unos segundos y ella finalmente decidió sentarse a su lado.
La luna asomaba entre las azules nubes de la noche y los dos seguían ahí, sentados, conversando, poniendo en común sus conocimientos aprendidos en el bosque. Al igual que la joven, él había despertado en aquella ladera y seguido un rumbo hacia el final de ésta. Encendió una hoguera con un poco de yesca que conservaba y ambos durmieron junto al fuego. En mitad de la noche ella despertó y observó como él dormía, y, arrastrada por la soledad que la rodeaba entre los árboles se abrazó al frío cuerpo, dándole calor. Cuando despertaron decidieron seguir juntos su camino, pues el lugar de llegada era el mismo. Acordaron una ruta escogiendo las mejores sendas del plan a seguir por cada uno de ellos, y caminaron de nuevo. Durante días el camino se hizo tranquilo y acogedor al lado del acompañante. La ruta parecía todavía más idónea que antes, el clima acompañaba a la situación y al resbalar entre las piedras siempre se tendía una mano dispuesta a recogerla.
Un día la mujer despertó y decidió darse un baño en un lago cercano a donde habían pasado la noche. No quiso despertarle y marchó sola. A su vuelta, el hombre ya no estaba. Nada hacía sospechar el lugar o el motivo de su escapada, lo único que aquella mujer tenía claro es que él no volvería. Aun así, decidió esperarle durante un tiempo, inútilmente. El hombre jamás regresó a ese lugar y ella terminó marchándose. Furiosa y decepcionada, tomó el camino que ella tenía previsto seguir desde el principio, para evitar también así el cruzarse de nuevo con el hombre. Caminó días seguidos sin descanso. Tenía la impresión de necesitar huir de algo. El calor veraniego había dejado paso a un viento húmedo que refrescaba el ambiente de una forma demasiado extrema para la zona. Salió la quinta luna consecutiva sin descansar y la mujer sacaba fuerzas de la nada para continuar. El frío y el cansancio habían hecho estragos en su piel y en sus fuerzas. Cuando las lágrimas no se le contenían en los ojos empezó a correr cada vez más y más rápido. Parecía querer secarlas con el viento que le golpeaba la cara. Tanto corrió que sin darse cuenta perdió el sentido del camino y comenzó a desplazarse en línea recta por en medio de árboles, matorrales y rocas. Terminó chocando con algo que se venció hacia atrás e hizo que cayera de espaldas. Al levantar la cabeza la mujer vio una silueta que caía al vacío por un precipicio y, al asomarse comprobó que se trataba del hombre. Colgaba malherido de una rama que se desprendía cada vez más de la pared. Antes de caer definitivamente al vacío, y mirando el rostro de la mujer, que lo observaba sin poder hacer nada, dijo: “ no podía dejar que saltases al precipicio por mi culpa”, y acto seguido desapareció entre la oscuridad del abismo. La mujer dejó caer dos lágrimas que recorrieron su cara hasta lanzarse al vacío con él. Y solo en el momento en que sonaron contra el fondo y el eco dejó escapar un murmullo líquido, se levantó y, tras meditar profundamente sobre las últimas palabras del hombre, volvió a caminar. Pasaron diez días hasta que volviera a marcar un paso en el suelo de aquella ladera. La amargura de todo lo ocurrido hasta el momento parecía contrastar con la belleza y la armonía que le brindaban las últimas hojas colgadas con sus tonos marrones y amarillentos. El calor se hacía cada vez más efímero en los días que transcurrían y el camino mostraba un final cada vez más evidente. Con el paso del tiempo la ladera abandonó su habitual inclinación para pasar a ser extrañamente más llana.
Poco después, una anciana recorría los pinares que precedían la ladera. Al salir de la espesura se sentó sobre un tronco caído. Una vez sentada, metió la mano al bolsillo y sacó cientos de pétalos de diferentes flores que había encontrado en el bosque a lo largo de todo el camino. Agotada pero satisfecha, melancólica pero feliz, se postró y no volvió a levantarse nunca más. Llegaba diciembre, la nieve caía en copos pequeños y suaves que se convertían en caricias para la anciana cuando levantaba el rostro al cielo. Se quedó unos minutos en esa postura, inmóvil, disfrutando de esas efímeras caricias que se derretían en sus pómulos y, de forma calmada, exhaló un último aliento de aire fresco y cerró sus ojos.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Muerto y frío

Consciente de poco, cansado de mucho
Como consecuencia de un pensar confuso
Todos los dolores y las amenazas
Despiertan un temblor en toda mi alma

Los versos rimados en esta canción
Ni siquiera imaginan cómo está mi corazón
Cada día siento en el pecho la presión
Hoy no provocada por el eco de un adiós

A tiempos camino hacia la alegría
Y a tiempos la muerte de mucho desearía
Pienso en si poeta no fuera qué pasaría
Por los yermos prados de mi galería

Será que me he rendido tras querer mi vida
O que todo tiene explicación en la sabiduría
Será todo aquello que lo juró, regresaría,
El pasado incierto que tanto me martiriza

Cierto es que me vuelvo cada día más enfermo
Y me cuesta más sonreír para no enfermarte a ti,
Y este hielo frío convierte mi ser en muerto
Alejándome del mundo que amé cuando conocí

Cuando recupero la cordura pienso
Seguro algún día me derretiré
Por la milagrosa obra de un te quiero
O por el calor que la vida me dé

Pero el frío aprieta y el calor tardará,

Si sigue tardando tanto a su vuelta poco quedará

Muere la belleza

Muere la belleza, ¡Muere!
La están matando y se va a marchar
Los pájaros siguen cantando
Pero su canto no es de libertad

Muchas de las gentes dicen
Tener en su vida libertad
Muy pocos se sugieren
Sin belleza insípida les será

Los niños no cantan, juegan ni bailan
Los niños hoy no crecen con tanta ignorancia
Los niños solo quieren dejar de ser niños,
Cuando sean adultos todo lo habrán perdido

Adultos en la calle que juegan a ser niños
Fríos, melancólicos, incapaces de soltar su alarido
Progresan y evolucionan para matarse entre ellos
Hace mucho olvidaron qué es el amor sincero

Tiempo atrás los niños corrían entre adultos
Haciéndoles niñez, firmando sus indultos
Hoy en día corren para obtener un sitio
En el podio de la carrera que los empujara al martirio

La diva

Diva en mente y cuerpo
Que cogiste la mano de un niño
Y ahora de ella cuelga un hombre yermo
Que solamente necesitó un poco de cariño

Para ti estas palabras, para ti los versos
Salidos desde mi alma para odiar tus besos
Adiós a mi ignorancia, adiós al falso cielo
Adiós a los latidos de un corazón ya muerto

El niño quería simplemente ser feliz
Se equivoco de manera y llego hasta aquí
Confundió placer y alegría, esmeralda y rubí
Ahora solo puede llorar lamentos desde la prisión en que lo vi

Creyó que la tenia en su mano, solo hasta conocer su lado de pecado
Creyó que a su vida ella añadiría algo, y paso a ser timonel sin barco
Muchos le advirtieron, a pocos hizo algo de caso
El camino humedecido siempre acaba siendo barro

Te mando este adiós aunque no es definitivo
No es ni la ultima ni la primera vez que te dedico
Versos de hierro, fortaleza, que sale de mis latidos
Porque me engañaste y no te creo, nunca te he creído

Tu olor no es celestial pero se me quedo grabado,
Hace tiempo, de pequeño, entre papel y cartón quemados
Desde entonces he buscado el amor que me faltó en tus brazos
sin saber que no encontraría nada de lo que estaba buscando

El secreto de las estrellas

Miro al infinito del cielo a puntos blancos estrellado
E imagino el sentido que tienen sus dibujos
Por pensar en esto miles de calvarios he pasado
Pero espero que de esos me queden muchos

A veces no entiendo que por querer entender
La luna y el sol de repente vivan al revés
Pero luego recuerdo que el nuevo amanecer
Trae muchas mas estrellas de las que ahora ves

A veces me acuerdo de tu amor y mi saber
Y repito con ganas una y otra vez
De los errores y del pasado hay que saber aprender

Miro al infinito cada día más bello y blanco
Y recuerdo con intriga las estrellas del pasado
Porque aunque ahora sea extraño el tanto saber tanto
Me queda por saber millones de veces lo averiguado